Hace 30 años hubo una masacre de habitantes de calle en la Universidad Libre, de los que andaban sobreviviendo entre las basuras. Un año después, en enero de 1993, visité Barranquilla para hablar con los sobrevivientes. Recupero aquí aquella nota publicada en la revista Utopías, y que está en mi primer libro: De la violencia y otras costumbres (1997).
Escrito por: Víctor De CurreaLugo
Publicada previamente en: https://victordecurrealugo.com/sobreviviendo-basuras/
En febrero de 1992, medio centenar de indigentes de la ciudad de Barranquilla aparecieron muertos en el interior de la Facultad de Medicina de la Universidad Libre. Los cadáveres eran el material de práctica para los estudiantes. Hoy, más de un año después, de la algarabía que suscitó la masacre no sobreviven ni los ecos.
Cuando se supo que indigentes y cartoneros de Barranquilla eran asesinados en el interior de la Universidad, luego de «invitarlos» a entrar para que recogieran unas cajas y algunas botellas, se elevaron discursos de desagrado, plegarias por la dignidad de los recicladores y manifestaciones por el derecho a la vida. Una vez pasó la tormenta, los estudiantes volvieron a sus prácticas, las directivas universitarias a sus escritorios y los cartoneros a su miseria.
Desde antes de la masacre, varios de ellos habían tomado como sitio de vivienda una calle cerrada entre dos fábricas de aceite y frente al puente La María, en la zona industrial de Barranquilla. Esta calle hoy se «adorna» con unos pocos ranchos hechos de cartones y tablas. En el interior, los colchones, las cobijas, los espejos, los adornos de sus paredes y hasta las estatuas religiosas fueron rescatadas de la basura.
Recuerdos
Recién sucedida la masacre, a los cartoneros sobrevivientes los invadió el pánico y la angustia. Días después se supo que los vigilantes eran encargados de conseguir cuerpos para las prácticas de los estudiantes de medicina a cambio de los cuales les daban unos miles de pesos. Pero lo que sí quedó claro es que los vigilantes no eran sino los ejecutores. Según varios medios de comunicación la madeja de culpables podría empezar en los mismos directivos universitarios.
En una reunión del 4 de marzo de 1992, los sobrevivientes pidieron a las autoridades protección a sus vidas, un censo de los recicladores de la ciudad y estabilidad laboral. Del censo resultaron 1.770 recicladores.
Muchos de ellos habían terminado el bachillerato y algunos habían cursado semestres universitarios. En cuanto a la seguridad, los ubicaron para que durmieran en un parque frente al cementerio Universal -donde estuvieron 45 días- y allí eran cuidados por el CAI (puesto de Policía) del parque.
En relación con la estabilidad laboral, con la Fundación Julio Mario Santodomingo se destinó una bodega para que allí funcionara la «Pre-cooperativa Rescatar», que inicialmente sería manejada por la Fundación y cinco años después pasaría a manos de los recicladores. Para un reciclador, en el mejor de sus días, cuando se conjuga la buena suerte, el trabajo duro y la «excelente» basura, su esfuerzo puede significarle dos mil o tres mil pesos.
Muchos de ellos se fueron a sus ciudades de origen. A los que todavía recorren la ciudad, los recuerdos de sus amigos les rondan como fantasmas: «cinco de los que murieron eran mis amigos: el Caleño, el Veneca, el Willy, el Hippy y la Chupa-chupa. Con ellos salíamos a trabajar juntos».
Los habitantes de la María
Sobre su historia de vida corren muchas versiones. Vale aclarar que la mayoría de recicladores tienen su vivienda en barrios populares, algunos tienen familia y con ella cumplen la recolección.
Otro grupo migró del interior del país tratando de encontrar en Barranquilla mejores oportunidades de vida. Los que no tienen vivienda frecuentan el puente de La María y un reducido grupo vive allí de forma permanente.
El callejón huele a la leña vieja quemada que sirve de cocina para unos pocos alimentos. Sus casas son seis ranchos de cartón y tablas con sellos de países lejanos y de productos importados. Muy cerca, de manera improvisada, otros pasan la noche.
Allí llegaron de muchas latitudes: «antes yo trabajaba en una llantería. En un accidente me desfiguré la cara y no quise trabajar más en eso. Después no conseguí trabajo y ya llevo cinco años como reciclador». «Yo trabajaba lavando y planchando. Me mordió una culebra y esta mano no me quedó sirviendo para nada. Debido a la situación me puse a reciclar». «¿yo? …para qué le voy a mentir: yo era una mujer …de la calle. Hace tres años decidí reciclar y dejar esa vida, así es el destino».
Juan Marriaga es un viejo paralítico que vive de la solidaridad de sus compañeros, su silla de ruedas es un carro improvisado de latas y palos. Inició vendiendo tintos, con un juego de termos, para el frío de las calles nocturnas, como no era rentable decidió probar con la basura. Mientras recogía cartones fue atropellado por un auto. Ahora el sueño de su vida es «tener una sillita de ruedas para desde allí rebuscarme la vida».
La calle se fue poblando a partir de la casa de Rosa: «Yo construí el primer rancho que hubo aquí, de eso ya hace dos años. Una vez llegaron los policías, yo estaba durmiendo y me quemaron el rancho. Después de eso de la (Universidad) Libre dejaron de molestar». Luego ella reconstruyó su rancho y otros siguieron el ejemplo.
«Yo soy de Bogotá, pero me llevaron a los quince días (de nacida) a Medellín. Mi familia es la Restrepo-Echeverry, gente de buena posición. Me enamoré a los catorce años y eso fue una mancha para la familia y un deshonor, entonces me tuve que salir de la casa. Tengo una niña de catorce años que vive con mi mamá».
«Yo soy de Fundación, Magdalena. Hace diez años yo trabajaba en la agricultura. Decidí reciclar porque antes salían (entre la basura) cosas buenas: joyas, ropa, pero ya no se consigue nada de eso. Yo quiero volver a trabajar en el campo, esto no da ni para la comida».
La resignación es el riesgo más grande de la pobreza. Para justificar su situación se oyen argumentos como que: «los ricos no pueden dormir en paz por andar pendientes de su plata», «lo importante es tener salud así no haya dinero», «vestimos mejor que los ricos porque ellos botan lo mejor… y nosotros lo encontramos en la basura: mire este pantalón», «mi sueño es seguir reciclando hasta que mi diosito me decida algún plante, una oportunidad buena».
A palabras comprometedoras…
En Barranquilla, a diferencia de otras ciudades del país, no han proliferado los «grupos de limpieza» contra cartoneros. Pero allí también el silencio de las autoridades y de la sociedad en general es evidente. Solo una eucaristía parece que ha sido la contribución de la iglesia a esta situación. La banca, la industria y el comercio de la ciudad han continuado igual de sordos.
Un personaje que se ha destacado desde la masacre hasta el sol de hoy es Nancy Najar, una luchadora quien los ayudó a organizar, consigue sus medicinas, busca capacitarlos en programas contra la drogadicción, celebra sus navidades y sueña planes para una vida llena de oportunidades.
Todavía no hay resultados concretos de las investigaciones y la punta final de la madeja -y de otras madejas, ya facultades de medicina, ya grupos de limpieza- siguen ocultas en el ovillo. Mientras tanto los despreciados cartoneros, al tiempo que buscan su sustento, limpian una ciudad que sigue indiferente a sus destinos.
Por el momento, seguirán apareciendo recicladores asesinados en muchas ciudades del país; la privatización de las empresas recolectoras de basura se erige como un nuevo gran enemigo que busca quitarles a los cartoneros hasta los cartones, concretando lo augurado por García Márquez: «el día en que la mierda valga plata, los pobres nacerán sin culo».
Publicado originalmente en la Revista Utopías, julio de 1993